“El Pocito” podría parecer un caso menor: un conflicto por un terreno usurpado hace trece años, perdido entre la maraña de expedientes penales, civiles, contencioso-administrativos, quejas, denuncias, amparos e incluso investigaciones por lavado de activos. Sin embargo, quienes han seguido su trayectoria saben que este caso no es intrascendente: es un espejo del país.
Es, en realidad, la radiografía más clara de cómo opera la corrupción estructural en el Estado peruano.
Lo que comenzó como una denuncia por usurpación derivó en procesos fragmentados, algunos declarados incluso de “complejidad”, pese a que la prueba medular siempre fue la misma: UNA DECLARACIÓN JURADA FALSA, utilizada en 2012 para pagar el impuesto de alcabala.
Ese documento consigna la dirección de la casa de la vendedora, ubicada en otra manzana y con otra área, y no la del terreno El Pocito. Incluso mezcla en su contenido información del El Pocito para simular que correspondía al terreno vendido. El predio ni siquiera estaba inscrito a su nombre en la Municipalidad de Chilca.
Aun así, esta fotocopia simple validó una operación que no habría superado un control elemental. La base del fraude es grotesca. Y, aun así, fue ignorada sistemáticamente.
Hasta aquí podría creerse que es solo otro expediente mal tramitado. Pues no lo es.
El Pocito como síntoma: La articulación del poder político-criminal
El desarrollo de los hechos, en este caso, coincide peligrosamente con la forma en que se viene reconfigurando el poder real a nivel nacional. Lo que vemos hoy es la materialización de una estructura criminal instalada en el propio Estado: una red que, a la luz de los hechos públicos y notorios de los últimos años, se articula desde el Parlamento y cuyos tentáculos han permitido capturar órganos constitucionales fundamentales para garantizar impunidad.
No se trata de hechos aislados, sino de un sistema que se protege a sí mismo.
En este contexto, El Pocito no es un expediente aislado: es el resultado directo de esta captura institucional.
El regreso anunciado: Un síntoma del deterioro institucional
Y la historia no termina ahí. HOY EL TRIBUNAL CONSTITUCIONAL EVALÚA LA POSIBLE REINCORPORACIÓN DEL FISCAL SUPREMO RODRÍGUEZ MONTEZA, quien tuvo relación directa con el caso El Pocito, pues fue denunciado oportunamente ante el entonces Consejo Nacional de la Magistratura por, presuntamente, haber blindado, en su calidad de Jefe de Control Interno del Ministerio Público, a las fiscales involucradas en las irregularidades de este caso.
SI VUELVE, SERÁ UN GOLPE MÁS —Y QUIZÁ UNO DE LOS MÁS GRAVES— AL YA DEBILITADO SISTEMA DE JUSTICIA.
La consecuencia: Un país sin Estado de Derecho
Todo esto revela una verdad incómoda: el Perú no vive bajo un Estado social y democrático de derecho.
Vivimos bajo un Estado capturado, donde la corrupción no es una excepción, sino una regla operativa; un sistema que premia el encubrimiento y castiga la verdad. Un Estado que, cuando se ve confrontado con pruebas contundentes, prefiere mirar hacia otro lado antes que desmontar las redes que lo controlan.
Ese Estado capturado no es una abstracción: la corrupción tiene víctimas directas. El Pocito es el mejor ejemplo de ello.
Un caso que debería haberse resuelto con un documento —una falsa declaración jurada— terminó convirtiéndose en un expediente eterno porque desnudaba la estructura de poder, los intereses oscuros y la cadena de encubrimiento anclada en el Estado.
Por eso, sí: El Pocito importa.
Detrás de este expediente no hay solo papeles: hay una familia que lleva trece años peleando porque se respete la prueba y la verdad de los hechos.
Porque cuando un país es capaz de negar pruebas evidentes para proteger intereses criminales internos, ya no se trata de un terreno usurpado.
Cecilia Lescano Salas... ha escrito un artículo que ha sido difundido en diversos medios... y lo títula...
Se trata del futuro del Perú. EL POCITO... MÁS DE 13 AÑOS ENFRENTANDO LA CORRUPCIÓN JUDICIAL
Un caso que revela cómo la impunidad se construye a través de la negación de la prueba
El mismos que transcribimos...
En el Perú, el acceso a la justicia se ha convertido en una carrera de resistencia. No gana quien tiene la razón ni quien demuestra con pruebas la verdad de los hechos, sino quien logra sobrevivir al desgaste de un sistema corrompido por intereses y redes de poder. El caso El Pocito, un litigio que lleva trece años sin justicia, es el espejo de esa enfermedad institucional que carcome la fe pública y convierte la ley en un negocio.
Una historia real convertida en símbolo
Todo empezó cuando El Pocito, un terreno que había permanecido por tres generaciones en mi familia, fue vendido a nuestras espaldas con documentos falsos. Esa primera falsedad generó una cadena de transferencias: la primera, sustentada en una escritura falsa; la segunda, en la que el comprador continuó el fraude registral y destruyó nuestras propiedades; y la tercera, cuando ese mismo comprador —ya denunciado— creó otra empresa y se transfirió el bien a sí mismo.
Años después, una sentencia firme -que costó años de vida y salud- confirmó judicialmente que la primera de esas escrituras era falsa, y que la propiedad nunca perteneció a la supuesta vendedora.
Más de una década de juicios, con pruebas reunidas desde el mismo año de los hechos (2012): fotografías, pericias grafotécnicas, oficios municipales, oficios de la Contraloría General de la República, sentencias previas, declaraciones testimoniales, constataciones judiciales y policiales, registros oficiales y miles de páginas de escritos. Con semejante acervo probatorio, creímos en un proceso rápido y justo. Jamás imaginamos que nos arrebatarían trece años de vida —y el tiempo de mis padres, que murieron esperando justicia.
El inicio de la corrupción
La corrupción se presentó desde las primeras disposiciones y resoluciones dirigidas a absolver.
El derecho a la motivación fue inexistente y sistemáticamente vulnerado, formando una línea de impunidad que nos obligó a introducirnos en el mundo legal en casi todas las ramas del derecho: penal, civil, contencioso, administrativo y constitucional.
Hemos resistido la desaparición de una carpeta fiscal; una sentencia penal de vista con incongruencia interna, que alteró la declaración de dos testigos y la valoración de una inspección judicial sin prueba nueva; la no valoración de pruebas oficiales y la negación del derecho de defensa que permitió la prescripción de una queja contra un ex fiscal supremo.
En síntesis, somos testigos de un sistema habituado a la impunidad.
La falla sistémica
El caso El Pocito es la manifestación visible de una falla estructural en la administración de justicia, en la que jueces y fiscales convergen en un mismo punto ciego: la negación de las pruebas oficiales y la distorsión de la verdad fáctica. Esa falla no proviene de la falta de normas, sino de una cultura que privilegia la forma sobre la verdad.
En nuestro caso, expedientes incómodos fueron archivados; se invisibilizaron pruebas que confirmaban delitos; y nuestras insistencias fueron castigadas con dilaciones. Una de nuestras carpetas literalmente viajó Lima–Mala–Cañete durante ocho meses, afectando nuestro derecho de defensa.
Dos patologías que atraviesan todos los procesos
1. Validación institucional de la falsedad documental. La justicia peruana ha demostrado que puede sostener durante más de una década una fotocopia simple fraudulenta como si fuera verdad jurídica.
Se trata de una declaración jurada (en los formatos HR/PU), con fecha técnicamente imposible y dirección ajena al terreno transferido. Según resolución municipal, la vendedora inscribió el predio en agosto de 2012, pero la declaración jurada utilizada está fechada en junio del mismo año. En cualquier país, eso bastaría para anular la compraventa; en este caso, se sostuvo pese a nuestras quejas y denuncias ante las más altas instancias del Estado.
Años después, una sentencia firme – que confirmó la falsedad del título de origen- y una prueba sobreviniente al proceso civil, contenida en una sentencia de vista, nos dio la razón: confirmó de manera categórica que aquella declaración jurada –esa fotocopia simple utilizada para cumplir con el pago del impuesto de alcabala– corresponde a un bien distinto al terreno en litigio.
Lo denunciamos desde el primer día, pero la justicia tardó más de una década en escucharnos.
Pero esa no es la única prueba. El expediente contiene fotografías, pericias grafotécnicas, inspecciones policiales y judiciales, oficios municipales y de la Contraloría General de la República, además de una sentencia firme, que corroboran la falsedad de los documentos utilizados.
La fotocopia simple fue solo el punto de partida que permitió desenredar una trama de falsedades sostenida por más de una década.
Cada fiscal o juez que validó ese documento es parte del engranaje que mantiene viva la corrupción judicial y la impunidad, castigando sin piedad a los denunciantes.
2. Negación sistemática del derecho a la prueba. La impunidad en El Pocito no es una consecuencia: es un método.
Se traduce en omitir, ignorar, invisibilizar o distorsionar los medios probatorios, especialmente los que comprometían a los denunciados.
Este comportamiento corrobora lo que me dijeron la primera vez que pisé una fiscalía: “SU CASO ESTA DIGITADO”
Esa negación constante termina por vaciar de sentido la justicia.
El Pocito no solo cuenta la historia de un terreno, sino la de una fotocopia simple fraudulenta que sobrevivió al escrutinio del máximo órgano de control del Ministerio Público.
Quienes deberían garantizar la legalidad se convierten en los guardianes de la impunidad. Las resoluciones dejan de ser actos de motivación racional y se transforman en mecanismos de encubrimiento.
Lo que exigimos
Después de trece años exigimos una respuesta judicial que respete las pruebas y las sentencias existentes a nuestro favor; que los jueces miren los hechos y honren su deber de impartir justicia con independencia y transparencia.
Hoy el proceso civil se encuentra en apelación ante la Sala Civil de Cañete.
No pedimos privilegios. Reclamamos la motivación en todas las resoluciones y disposiciones porque no es un acto de benevolencia, es una obligación constitucional (art. 139 inc. 5).
Exigimos también la valoración conjunta de la prueba (art. 197 del Código Procesal Civil) porque no es una formalidad, es la frontera que separa el derecho de la arbitrariedad.
El Pocito no es solo el nombre de un terreno: es el símbolo de una resistencia ciudadana que no se rinde.
Mantenemos la fe y la esperanza de que el sistema de justicia aún pueda redimirse, mirando de frente la verdad, valorando todas las pruebas y actuando con valentía.



En julio de 2012, El Pocito fue cercado ilegalmente con la casita de nuestra guardiana y el letrero dentro. Durante una constatación en agosto 2012 los mismos invasores abrieron la puerta a la policía y se verificó la existencia de nuestras propiedades. Días después destruyeron todo.
Foto superior: constatación policial del 14/07/2012. - Foto inferior: Inspección judicial del 18/11/1999. Contamos con SIETE inspecciones del 2012 y fotografías IGNORADAS en el proceso de usurpación contra el comprador. Es eso Justicia?