Publicado en 12/03/2025 por Administrador
Justino tenía ocho o nueve años cuando vivió aquella noche que nunca olvidaría.
Eran tiempos en que las haciendas dominaban el valle de Cañete, cuando el algodón era el oro blanco y los campos se llenaban de braceros llegados de todas partes, ansiosos por la cosecha.
Su madre, doña Margarita, trabajaba de sol a sol en la “paña”, y Justino la acompañaba cada jornada, correteando entre las matas mientras ella llenaba sus talegos con las motas esponjosas.
Cada tarde, al volver a casa con la piel impregnada del polvo del campo, Justino escapaba al estadio de Hualcará, donde se reunía con otros niños para jugar hasta que la oscuridad los expulsaba.
Las calles carecían de alumbrado y el peligro no eran los hombres, sino las sombras que parecían tomar vida al caer la noche.
Pero aquel día, Justino no regresó. La noche cayó sin rastro de él, y la angustia se apoderó de doña Margarita.
Envolviéndose en su manta, encendió un lamparín de querosene y salió a buscarlo. En las calles sombrías de la hacienda, no era la única. Otras madres, con mecheros en mano, recorrían los caminos, llamando a sus hijos con voces temblorosas.
El eco del viento les devolvía el silencio hasta que, de pronto, unas risas lejanas rompieron la tensión. Corrieron hasta la vieja desmotadora y vieron salir del interior a los niños, sanos y salvos.
Los abrazaron entre sollozos, agradeciendo a Dios. Para los pequeños, solo había sido otra aventura. Para las madres, una noche de terror.
En casa, Justino bajó la mirada cuando su madre, aliviada pero inquieta, le preguntó con dulzura: —¿Dónde estuviste, hijito?
Él titubeó antes de responder: —¿Me vas a pegar?
— No, hijo. Solo dime la verdad.
El niño tragó saliva y comenzó su relato con una mezcla de miedo y fascinación: —Jugábamos cuando una luz fuerte iluminó la pampa del estadio. Era una camioneta que venía desde la Hacienda Montejato y se estacionó junto a la desmotadora. Bajó un hombre alto, rubio, con botas brillantes y un sombrero grande. Nos preguntó si queríamos pasear en su camioneta, y todos aceptamos.
Doña Margarita sintió un escalofrío recorrerle la espalda. —¿Y luego?
— Nos llevó lejos, mamá. A unas pampas enormes sin casas ni árboles. A lo lejos vimos un caballo blanco y, sobre él, un hombre con chaleco brillante y botas con espuelas. Se molestó cuando nos vio y le dijo al chofer: “¡Te dije que no trajeras niños! Devuélvelos ahora mismo”. Y entonces la camioneta nos trajo de vuelta.
La madre sintió un nudo en la garganta. —¿Volvieron en esa camioneta?
—Sí, mamá. ¿No viste la luz que iluminaba el estadio?
Doña Margarita palideció y se persignó. —No, hijo. No vimos nada. Solo escuchamos sus voces saliendo de la vieja desmotadora. La única luz era la de nuestros mecheros.
Justino se quedó en silencio. Su madre lo abrazó con fuerza, rezó con él y lo acostó a su lado. Pero aquella noche no pudo dormir. Las palabras de su hijo le revolvían la mente. Los rumores en la hacienda hablaban de cosas que exigían “pagos”; fábricas donde almas en pena deambulaban, esperando su tributo.
Años después, cuando Justino ya era un hombre hecho y derecho, su madre recordaba aquella noche con el mismo desasosiego. Algunos decían que el diablo había intentado llevarse a los niños, pero las oraciones de sus madres los salvaron. Otros murmuraban de “encantos”, de misterios que rondaban las tierras trabajadas sin respeto a los antiguos dueños del valle.
Hoy, Justino es un profesional respetado, pero cuando alguien le pregunta por aquella noche, su voz baja y sus ojos se oscurecen. No sabe qué fue real y qué fue imaginado, pero el recuerdo sigue vivo. Y cuando Justino ya no esté, quizá su historia se vaya con él. O quizá, en alguna noche de luna llena, un niño vuelva a ver aquella luz en la pampa del estadio y el misterio continúe, aguardando una nueva voz que lo cuente.
