LAS LAVANDERAS Y EL CANAL MARÍA ANGOLA…
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Publicado en 09/03/2025

En aquellos tiempos, el pueblo aún no tenía agua potable. El líquido vital llegaba en cilindros, transportado por camiones repartidores, desde la curva de Alminares. Las familias pudientes compraban suficiente para llenar sus cilindros y abastecerse para el aseo y el lavado de ropa. Sin embargo, para muchas madres campesinas, el agua era un lujo medido en gotas, y los sábados se convertían en un ritual ancestral: el día de lavar en el canal de María Angola.

Desde muy temprano, las mujeres se alistaban. Ataban la ropa sucia en grandes bultos, cargaban en sus espaldas, tomaban sus tinas de aluminio y emprendían el camino. Atravesaban en diagonal, las chacras de algodón o maíz, según la estación, mientras el aroma de la tierra húmeda del campo, se mezclaba con el aire de la mañana. Caminaban juntas, en una procesión de risas, cantos y murmullos, tejiendo historias entre ellas. Llegaban al canal y, con movimientos aprendidos de sus madres y abuelas, se instalaban a la orilla, acomodando bateas y tinas. El agua, cristalina en los meses de abril a noviembre, reflejaba el sol como un espejo de luz líquida.

Nosotros, los niños, éramos sus pequeños acompañantes. Mientras ellas restregaban la ropa contra las piedras y el jabón se deslizaba formando espumas danzarinas, nosotros hacíamos del canal nuestro reino de aventuras. En el “Pocito”, una poza natural formada por la curva del canal, los más audaces se lanzaban de clavado, desafiando el agua en un estallido de burbujas. Jugábamos a “las chapadas”, a “las escondidas”, y entre risas y chapoteos, aprendíamos a nadar como si el agua nos hubiera pertenecido desde siempre.

Cuando la ropa ya estaba limpia, las madres la extendían sobre los carrizos y arbustos que crecían en la orilla, convirtiéndolos en improvisados tendederos. El sol se encargaba del resto. Mientras esperaban que la brisa hiciera su trabajo, aprovechaban el momento para su propio aseo. Se metían al agua con pudor y alegría, sumergiéndose en la frescura del canal, mientras sus hijos seguíamos conquistando aquel paraíso acuático.

Pero en cada jornada había una presencia inmutable: al otro lado del canal, un hombre de edad avanzada, con algunas barbas blancas y una mirada indescifrable, observaba. Nadie sabía su historia, pero todos lo conocían como “Coco”. Las mujeres fingían no notar su presencia, aunque se susurraban entre ellas sobre sus intenciones. Él se quedaba ahí, contemplando en silencio, como un guardián mudo de aquel rincón del pueblo.

Esta historia la rescato de mis recuerdos de infancia y de las tareas escolares que nos encomendaban los profesores en noviembre, el mes de aniversario de nuestro distrito. Para cumplir con ellas, acudíamos a los antiguos pobladores, escuchábamos sus relatos y escribíamos sobre la historia de Imperial. Hoy, al complementar aquellos relatos con mi propia vivencia, siento que revivo aquellos días en los que el agua del canal no solo lavaba la ropa, sino que también purificaba nuestra niñez con su caudal de alegría y nostalgia. Hoy retrocedí en el tiempo y me sentí un niño, al escribir una parte de la historia de mi pueblo.

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